domingo, 25 de mayo de 2008

El espejo



Hacía calor, pero el aire se podía cortar como hielo.
Martina y Silvia, sentadas a la misma mesa, codo contra codo, las miradas perdidas en quien sabe qué recuerdos, almorzaban con su madre.
Doña Carmen, la vieja dama indigna, había lanzado la pregunta al ruedo: al final ¿quién se va a llevar el espejo antiguo?
Me lo ofreciste a mí y ya te dije que me lo llevo yo para el Geriátrico, dijo Martina.
Debió haber dicho para “mi” geriátrico para atenuar el efecto.
¡Qué! ¿Los viejos se miran al espejo? - dijo Silvia, dándose cuenta de que ella hacía rato no se miraba en los espejos, y que para colmo si el espejo de la abuela se iba para el geriátrico, iba a estar rodeado de extraños.
Y sí - dijo Martina, cruzando sus piernas flacas y revolviéndose en la silla, muy molesta por el comentario- el PAMI me exige un espejo grande para hacer las rehabilitaciones, por eso me viene muy bien llevármelo.
No te puedo creer, para qué quieren mirarse los viejos? Cuanto menos lo hagan menos se dan cuenta de lo decadentes que están. Y Silvia pensó en ella misma que ya no se reconocía ni en las fotos.
Creo que podría tener un mejor fin si me lo llevo yo. No, al geriátrico... no. ¡Me lo llevo yo! Le voy a dar un destino más noble. Mirá mamá: Marisa redecoró su dormitorio ¡Una obra de arte! Y el estilo del espejo le queda justo, justo. Además tiene uno todo roto y eso es mala suerte. Mamá, no vas a permitir que tu nieta se llene de mala suerte, encima que tiene poca, teniendo ese hermoso espejo para darle... agregó Silvia, con toda la mala intención, casi ganando la batalla.

Bien. De la que se lo lleve primero, dijo salomónicamente Doña Carmen.
Martina levantó los hombros y se desinfló con un pacífico suspiro. Había perdido porque ni siquiera tenía como llevárselo... y tener que escuchar esas cosas, con lo que amaba a sus viejos...De todos modos, su Gurú le había enseñado muy bien que todo lo que uno desea y necesita, sino viene de un lado, viene de otro en el momento menos pensado y que por eso no hay que preocuparse en estos casos.
Silvia se quedó pensando un instante en lo poco que se reconocía últimamente.
Por eso odiaba los espejos. Nunca se miraba. ¿Para qué? Para ver esa figura primitiva y matriarcal, tipo Venus de Willendorf, las piernas infladas, el vientre replegándose como un delantal inmenso, las tetas como dos melones caídos…
¡Fuera los espejos! ¿Y las arrugas? ¿Los músculos de la cara pesándole como la vida?
Esa no era ella. Los ojos perdiendo el color, la cabeza perdiendo el pelo…- justo donde no servían ni las extensiones- el cerebro convertido en una única y tonta neurona…
No sabía por qué peleaba tanto por ese espejo. Tal vez - debía creerse a sí misma - era un acto de bondad. No quería que los abuelos del geriátrico tomaran conciencia de su estado a través de ese espejo que llevaba la historia de su familia en el reflejo.
Mejor no verse, pensó. Mejor tener la imagen verdadera en la retina. Esa que está como a los quince, desbordando vida y juventud. La imagen interior.
Me lo llevo ya, dijo dándole un beso a su madre y un sentido abrazo a su hermana, pero al querer moverlo, lo pensó bien: qué lástima, hoy no voy a poder, porque tengo que andar toda la tarde dando vueltas por la ciudad y podría volverse peligroso tener este tremendo armatoste en la camioneta. Y enfilando hacia la puerta dijo: hoy mismo no lo puedo llevar, pero vengo pronto, en la camioneta entra.

Pasaron los días y el espejo enmarcado por hermosas guirnaldas talladas en maderas nobles, seguía recostado en la pared del segundo dormitorio, en el pequeño departamento de Doña Carmen.
Esa tarde la visitaba Fabi, su hija menor. Mamá qué vas a hacer con ese espejo, le preguntó tratando como siempre de facilitarle las cosas.
Es de la que se lo lleve primero, respondió Doña Carmen sin dejar trascender para nada en su respuesta, las dos ofertas que había tenido con anterioridad y la promesa que le había hecho a una tercera hija que estaba lejos.

Fabi, la cuarta hija, se lo llevó con mucho trabajo. Le puso una pátina blanca, por las dudas, para sacarle las malas ondas de sus hermanas y lo apoyó en una pared de su casa donde quedó tambaleante, indeciso y reflectante como siempre.




“Lo peor de empezar a envejecer es el envase” Maitena

viernes, 9 de mayo de 2008



Los viejos

Durante más de medio siglo han pasado por su vida muchos viejos.
Los sus viejos abuelos. Los sus viejos vecinos. Los sus viejos compañeros. Los sus viejos profesores. Los sus viejos padres. Los sus viejos suegros.
Viejos hay de muchas clases- dice. Los que han vivido bien y tienen una vejez disimuladamente tranquila, porque… ¡Quién no tiene preocupaciones después de haber vivido tanto! Y están los que han pasado por la vida llenándose de malos sentimientos, de envidias, de rencores y desamores que por más que no quieran han carcomido su espíritu…


Ella dice que todos los sus viejos la acompañan siempre. Especialmente cuando sale a la ruta, se le suben al auto, aunque son cada vez más y ya casi no hay espacio. Sin embargo los admite con gusto y aprovecha el momento para charlar con ellos, para pedirles consejo y para agradecerles todo lo que la ayudan diariamente.
Al lado va el su dulce padre, secándole las lágrimas. La su vieja abuela tana le pone la mano tibia en el hombro, el su viejo profesor le sonríe estirando los labios finos y morados en un gesto de “¡vamos bien!”
A ninguno le molesta el rock de la 88.9, que sintoniza rápidamente, cansada de
tanta cultura yankee, Pobre Youhnny, sólo rrrock en castellanou
El poncho de el su viejo suegro vuela por la ventanilla y el aroma de su cigarro hace que ella frunza la nariz, como siempre, pero ahí está, también él para apuntalarla con su presencia.
Están todos increíblemente cómodos, en ése, su único momento de soledad y ella le habla a ese conjunto de arrugas sabias y transparentes mientras acelera por el camino interminable, sin que ninguno de todos los sus viejos se quejen de la velocidad, ni de la música, ni de sus penas.
Ella y todos los sus viejos queridos, todos juntos entrelazando sus brazos, abrazándose los hombros, formando una muralla para defenderla de los embates de la vida, por siempre jamás.


lunes, 5 de mayo de 2008

Elecciones versus aborígenes





Cabeza se levantó como todos los días, antes de las seis de la mañana, aunque fuera domingo y enfiló como siempre hacia el bar de la estación de servicio, sobre la ruta.
Hizo el recorrido a pie para entretenerse o para auxiliar como siempre, a los rezagados de la vuelta de los boliches. Algunos chicos y chicas que pasados de alcohol o vaya saber qué, quedaban tirados en las veredas o apoyados contra los árboles sin encontrar su rumbo. Pasaban algunas personas sin ver siquiera lo que les sucedía, a los rezagados. Otros, en cambio, se detenían para ayudarlos o al menos para orientarlos hacia sus casas.
En el bar, se juntaban para desayunar las más diversas clases de individuos nocturnos. Travestis, chicas malas, algunos recién salidos del boliche, y señores prostáticos que no podían dormir más y llegaban apurados para ver quién arrebataba primero el diario de la mañana.
Ese día estaban todos alterados e inquietos, sin distinción de edad o sexo asumido.
Entonces, Cabeza, que no podía mantener ni siquiera una conversación sencilla y menos desarrollar uno de sus largos monólogos porque nadie escuchaba a nadie, se despidió y rumbeó para el instituto. Ya faltaban pocos minutos para las ocho.
Llegó, se puso en la fila, esperando que abrieran el portón de la entrada, feliz de encontrarse con tantos conocidos: el Flaco, el Conejo, el Gato, la Gallina Culona que por ser tan grandote lleva el pantalón medio caído, lo que da lugar a su sobrenombre y la Liebre, que está viejo, pero que va a votar igual.
La conversación se volvió animada en la vereda de la escuela.
Era demasiado temprano y se exponían a ser embocados en el lugar de los presidentes de mesa u otros faltantes.
De pronto Cabeza dijo por lo bajo, cuidado con el “ekeko”
La Gallina Culona saltó sobre su moto y la hizo arrancar sin piedad. Cabeza y el Flaco dispararon para la esquina y el resto del grupo desapareció entre los árboles de la vereda, dando testimonio de las habilidades personales que habían dado origen a sus sobrenombres.
El ekeko había sido un hombrecito lustrado y oscuro, de cabeza pequeña, trajeado de negro y lleno de carpetas bajo el brazo, que andaba buscando reemplazo para los presidentes de mesa - que nunca habían llegado- y poder así abrir los comicios

A mí, de chica, me enseñaron en una escuela de Buenos Aires, que no había más “indígenas”, que se habían acabado hacía mucho tiempo, en el pasado. ¡Qué cosas te enseñan a veces, y una, pequeña e inocente, se las cree! Yo me decía qué pena y miraba las ilustraciones del Manual, la expresión sufrida, los pelos hirsutos y los músculos bien dibujados, pensando en esas valientes tribus extinguidas por completo.
Cuando escucho los apodos de los hombres del pueblo serrano donde vivo hace tantísimo, me vienen estos recuerdos y el de algunas bellísimas poesías aztecas, mayas e incas, también de las caras que me saludan todos los días en las calles y no sé… eso de volveré y seré millones. Y a dónde vaya, La Rioja, Catamarca, San Luis, Chaco, donde sea, los veo. Ocho de cada diez.
Los genes aborígenes persistieron y se multiplicaron a pesar de todo, de la mala vida, de las privaciones, del aislamiento, del hacinamiento, del desarraigo…
Estilos de vida diferentes, gente pausada, atenta a lo que puede otorgarle el alrededor, en una extraña simbiosis con la naturaleza, con la memoria ancestral… ¿mutilada?
Yo, descendiente de inmigrantes europeos, siento profunda curiosidad sobre cómo seremos en un futuro próximo: cuando veo la genética predominante de estas razas, cuando admiro sus siluetas magras o abundantes, los pelos lacios y oscuros, los ojos rasgados de mirar profundo en medio de la piel mestizada de los rostros. El gran mestizaje. El andar tranquilo y relajado. Las miradas escrutantes. La percepción alerta. La resignación. La espera.