lunes, 5 de mayo de 2008

Elecciones versus aborígenes





Cabeza se levantó como todos los días, antes de las seis de la mañana, aunque fuera domingo y enfiló como siempre hacia el bar de la estación de servicio, sobre la ruta.
Hizo el recorrido a pie para entretenerse o para auxiliar como siempre, a los rezagados de la vuelta de los boliches. Algunos chicos y chicas que pasados de alcohol o vaya saber qué, quedaban tirados en las veredas o apoyados contra los árboles sin encontrar su rumbo. Pasaban algunas personas sin ver siquiera lo que les sucedía, a los rezagados. Otros, en cambio, se detenían para ayudarlos o al menos para orientarlos hacia sus casas.
En el bar, se juntaban para desayunar las más diversas clases de individuos nocturnos. Travestis, chicas malas, algunos recién salidos del boliche, y señores prostáticos que no podían dormir más y llegaban apurados para ver quién arrebataba primero el diario de la mañana.
Ese día estaban todos alterados e inquietos, sin distinción de edad o sexo asumido.
Entonces, Cabeza, que no podía mantener ni siquiera una conversación sencilla y menos desarrollar uno de sus largos monólogos porque nadie escuchaba a nadie, se despidió y rumbeó para el instituto. Ya faltaban pocos minutos para las ocho.
Llegó, se puso en la fila, esperando que abrieran el portón de la entrada, feliz de encontrarse con tantos conocidos: el Flaco, el Conejo, el Gato, la Gallina Culona que por ser tan grandote lleva el pantalón medio caído, lo que da lugar a su sobrenombre y la Liebre, que está viejo, pero que va a votar igual.
La conversación se volvió animada en la vereda de la escuela.
Era demasiado temprano y se exponían a ser embocados en el lugar de los presidentes de mesa u otros faltantes.
De pronto Cabeza dijo por lo bajo, cuidado con el “ekeko”
La Gallina Culona saltó sobre su moto y la hizo arrancar sin piedad. Cabeza y el Flaco dispararon para la esquina y el resto del grupo desapareció entre los árboles de la vereda, dando testimonio de las habilidades personales que habían dado origen a sus sobrenombres.
El ekeko había sido un hombrecito lustrado y oscuro, de cabeza pequeña, trajeado de negro y lleno de carpetas bajo el brazo, que andaba buscando reemplazo para los presidentes de mesa - que nunca habían llegado- y poder así abrir los comicios

A mí, de chica, me enseñaron en una escuela de Buenos Aires, que no había más “indígenas”, que se habían acabado hacía mucho tiempo, en el pasado. ¡Qué cosas te enseñan a veces, y una, pequeña e inocente, se las cree! Yo me decía qué pena y miraba las ilustraciones del Manual, la expresión sufrida, los pelos hirsutos y los músculos bien dibujados, pensando en esas valientes tribus extinguidas por completo.
Cuando escucho los apodos de los hombres del pueblo serrano donde vivo hace tantísimo, me vienen estos recuerdos y el de algunas bellísimas poesías aztecas, mayas e incas, también de las caras que me saludan todos los días en las calles y no sé… eso de volveré y seré millones. Y a dónde vaya, La Rioja, Catamarca, San Luis, Chaco, donde sea, los veo. Ocho de cada diez.
Los genes aborígenes persistieron y se multiplicaron a pesar de todo, de la mala vida, de las privaciones, del aislamiento, del hacinamiento, del desarraigo…
Estilos de vida diferentes, gente pausada, atenta a lo que puede otorgarle el alrededor, en una extraña simbiosis con la naturaleza, con la memoria ancestral… ¿mutilada?
Yo, descendiente de inmigrantes europeos, siento profunda curiosidad sobre cómo seremos en un futuro próximo: cuando veo la genética predominante de estas razas, cuando admiro sus siluetas magras o abundantes, los pelos lacios y oscuros, los ojos rasgados de mirar profundo en medio de la piel mestizada de los rostros. El gran mestizaje. El andar tranquilo y relajado. Las miradas escrutantes. La percepción alerta. La resignación. La espera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este es el cuento que hubiera votado ...para mi esta muy bien .
Saludos
M.A.G