jueves, 1 de abril de 2010

Tomené


En toda su vida ni siquiera había estado conforme con su nombre. Se llamaba Salomé pero todo el mundo la conocía por Tomené.
Era delgada, de cutis muy blanco que nunca había sentido la luz del sol, porque  hasta a la galería salía con su sombrilla. Cuidaba su hermosa piel sólo con aceite de oliva. Los cabellos, renegridos como sus ojos, nunca conocieron la libertad. Siempre peinados en un ajustado rodete bajo.
Los años  la habían vuelto una personita diminuta pero proporcionada y derecha.
Nunca la vimos con verdadera ropa, siempre en camisón y negligée de fina tela con cuello de volados transparentes, que usaba para levantarse de la cama.
La cama era de metal, de enorme respaldar, llena de querubines plateados y dorados.¡ Lo que era verla perdida en esa inmensidad! El tamaño de la cama intimidaba a cualquiera.
Por lo menos, calculo que debe haber vivido veinte o treinta años en esa cama, en el gran dormitorio sin ventanas, cuyas paredes oscuras tenían casi cuatro metros de altura y estaban cubiertas de pinturas de tamaño exagerado, hechas como para una iglesia, el Sagrado Corazón, la Virgen y que sé yo cuantos santos más de su devoción. Las pinturas siempre me provocaron esa rara sensación de cosa inabarcable en las visitas que le hacía desde  muy pequeña.
Encajes y cirios, santos y flores, rosarios y misales desbordaban su dormitorio. No me explico cómo podía dormir allí.
Tenía horarios fijos para recibir las visitas: su preferido era el de las cinco de la tarde -y dicen que antes sí se vestía muy bien para ese momento.
Íbamos a verla y tomábamos el té hablando mucho de casi nada y comiendo las masas o tortas finas que le llevábamos.
Pasaron los años y la ceremonia de visita no cambió nunca, la misma hora, el mismo té, la ropa de recién levantada y el comentario de que “estuve muy enferma. Nunca me quedó en claro cuál había sido su enfermedad porque parece que solo sufría un poco del hígado, por lo que se cuidaba en las comidas.

Tomené había nacido en Madrid y en su juventud estaba perdidamente enamorada de un torero. Cuando iba a la plaza de toros, acompañada de su nana, adornaba el palco con su precioso mantón, costumbre de las familias destacadas de España. Era el año 1893 y todavía se estilaba que la nana la acompañara a todos lados,hasta le llevaba el almohadón a la iglesia porque en ese entonces las iglesias no tenían bancos.
Al final de la corrida, el torero le correspondía sus sonrisas regalándole la oreja recién cortada del toro o le arrojaba su sombrero. Yo me pregunto dónde guardaría ese presente tan sanguinolento como una oreja recién cortada. Bueno, no conozco mucho de corridas de toros…
La familia entera de Tomené iba a Pamplona para las fiestas tradicionales. Allí, Pacarlos que pertenecía a una familia numerosa de las de antes, donde la mitad de los veintiuno eran frailes y la otra mitad monjas, la vio en una misa y se enamoró lo que se dice a primera vista, dirigiéndose con apuro a pedir su mano. Lástima que Tomené no lo tenía registrado, lástima que nadie la consultó cuando arreglaron su casamiento, lástima que su corazón estaba en manos de otro, del torero.
Pacarlos, era un vasco viajero, inquieto y especializado en comercio exterior que tenía plantaciones de caña de azúcar en Cuba y tal vez era tratante de esclavos como bromean en la actualidad, algunos mal pensados de la familia. Pero vendió todo para casarse con Tomené y radicarse en Eibar, a un paso de San Sebastián, en el país vasco. Cuentan que pronto hicieron amistad con el rey Alfonso XIII y  veraneaban juntos por allí y después de algunos años, quizá un lustro, se radicaron en Argentina .
Primero vino Pacarlos. Cuando llegó a Buenos Aires compró una discreta mansión que incluía cochera, carruaje y caballos, ubicada en un primer piso, de haber sido en planta baja Tomené no hubiera aceptado, ya que ese nivel siempre había sido reservado para la servidumbre y a los establos. Cuando estaba todo listo viajó ella con sus cuatro pequeños hijos.
En pocos años, tuvo otros hijos hermosos y alegres como pocos, hasta llegar al número de ocho, aunque dos murieron de difteria, como solía ocurrir en esos tiempos.
Desde un comienzo su vida de casada se convirtió en una larga y terrible enfermedad, que no tenía casi síntomas y que a pesar de todo no le pudo quitar la alegría, ya que aún es recordada por sus chistes y ocurrencias verbales y por sobre todo porque no dejaba de cantar los famosos chotýs madrileños aunque su canción preferida- desde que su nieta mayor se la enseñara- era “El día que me quieras” cantada por Carlos Gardel.
Cuando Pacarlos murió, Tomené no olvidó brindar con champaña, frente al retrato de su marido, otra gran pintura que comandaba el salón de recibir, en cada aniversario de su desaparición, diciendo: Te saludo hombre hermoso y admirado ¡que sigas allí y yo aquí por mucho tiempo más! con su linda tonada castellana nunca perdida.
Y así le pasaron los años, viviendo con su dama de compañía, una catamarqueña alta, fuerte y ocurrente como ella, haciendo la vida de una ostra mentirosamente enferma, brillando en su esplendor oculto en esa casa antigua donde el tiempo parecía haberse detenido.
Un cierto día, Tomené dijo: me cansé de comer. Fue cuando se dio cuenta que la única forma de morirse era tomar la valiente decisión de dejar de alimentarse, ya que tantos cuidados y falta de quehaceres le habían permitido llegar a los noventa y nueve años.
Y así fue como la graciosa madrileña partió a encontrarse con su torero, después de una larga y tal vez aburrida vida.

N del A: cualquier parecido con la realidad no es una coincidencia.
Foto:Arde Eibar por Aupa Beitia.