Llegaba para trabajar, los lunes bien temprano.
Para esto, yo había lavado
a mano la ropa más delicada durante el
sábado y el domingo. Y otra empleada había lavado todo lo demás durante la
semana.
Luisa había sido la planchadora de la familia de mi esposo durante
muchos años, y también fue de la mía, hasta que decidió no trabajar más. Había
perdido totalmente la vista de un ojo a causa del glaucoma y le costaba
calcular el espacio para movilizarse.
Doña Luisa, como
la llamábamos con cariño, fue más que personal auxiliar en casa. Me enseñó muchos
trucos del tejido y de la costura. Nunca fui habilidosa con la máquina de coser, aunque sí tuve paciencia para tejer y hasta para
bordar, pero la costura es todavía para mí, un quehacer misterioso lleno de
cálculos antropomórficos y senderos trazados por máquinas más complicadas aún.
Callada y bien dispuesta a escuchar mis quejas y reclamos
con la vida, mientras planchaba ordenadamente, rociando primero las camisas, luego
las sábanas y los manteles, haciéndolos rollitos para que la humedad se
extendiera pareja y quedara un planchado
impecable.
Así, viendo lo que ella hacía, aprendí a planchar la ropa masculina,
sobre todo las camisas y los pantalones.
Muchas veces, me hacía pequeños arreglos de costura o me aconsejaba al respecto.
La paciente Luisa despejaba todas mis dudas y a veces
contaba algo de su vida... muy poco.
De cómo había sido dejada como criada en un campo, en su niñez y cómo había aprendido a
tejer sola con dos ramitas de arbusto
serrano. Siempre recordaba lo que le daban de comer en esa finca: un chorizo
y una papa todos los días, sin variación.
Era muy habilidosa… Hacía los trajes de baile de sus nietos,
cosía y tejía para ella y para otras familias, además de planchar en varias
casas. Hasta había aprendido a hacer flores de tela que parecían naturales. Lo
triste es que terminó ciega, sin poder utilizar tanta habilidad innata. Sabía
de plantas, de huerta, de cocina y también de animales.
Un día le dije: Este pato que me regalaron me tiene cansada,
se está comiendo todo; el otro día se dio un banquete de lentejas de agua. Me
dejó el estanque pelado. Y ella me avisó: No es un pato es una pata. Bueno,
dije, si no pone un huevo para Pascua, se la doy al mejor postor. Recuerdo ese milagroso domingo de
Pascua: como si me hubiera escuchado, nuestra pata puso un huevo enorme en el umbral de la cocina. Cuando nos
cansamos de comer huevos de pata, la llevamos a una chacra para que tuviera
mejor vida, pero sucedió que la pata estaba mejor entre seres humanos que entre
los de su especie y así fue que la pata se quedó a vivir dentro de la casa de
la familia campesina.
¡Qué no sabía Doña Luisa!
La quise mucho. Fue una compañía todos esos lunes de los
años en que no trabajé por las mañanas.
Admiré su paciencia, su tranquilidad, y también la
prolijidad con que se vestía.
Cada vez que plancho una camisa, siento que Doña Luisa me va
diciendo el orden del planchado: primero las mangas, luego el cuerpo y el cuello al final.
Claro que ahora se plancha cada vez menos, ya que las telas no se arrugan como antes y basta
con colgarlas en perchas y doblarlas
bien cuando están secas, cosa que algunas amas de casa muy apuradas
ignoran, y van tirando las prendas sin cuidado, en una pila que crece día a día.
Bea.
Escrito en el año 2014
Ilustración de: piniblu.blogspot.com.ar